viernes, 25 de mayo de 2012

Se estanca el salario mínimo


El gobierno de Sebastián Piñera, y él mismo, han calificado la reforma tributaria como un paso trascendental en la política del siglo XXI, que respondería a las demandas ciudadanas. Un discurso que nos vuelve a recordar las políticas de los consensos de décadas pasadas, encaminadas a dar gobernabilidad al país y bienestar a los ciudadanos. No se puede negar que se trata de un paso hacia el aumento del gasto fiscal para cubrir necesidades sociales y de una reforma que ha contado con el apoyo de la gran empresa, los sectores fundamentalistas al interior de la UDI y, en estos días, también de la oposición, que aun cuando dice que el alza en los impuestos es insuficiente para las tremendas demandas sociales, aprobará el paquete de medidas propuesto por Piñera. La polémica de estos días más que frenar la reforma, lo que busca es colocar en la agenda electoral de corto y mediano plazo la discusión tributaria.

El debate en torno a esta reforma ha sido útil también para constatar las verdaderas estructuras económicas chilenas, la profunda penetración del modelo neoliberal y los verdaderos alcances del alza tributaria, calificada como de “alcancía” en las redes sociales, en comparación a la reforma agraria de “macetero”, durante los años sesenta, del gobierno conservador de Jorge Alessandri. Cuando la derecha está muy presionada parece recurrir a estas políticas, más efectistas que reales. Los mayores recursos que recaudará el Fisco cada año, cifra que podría variar entre 700 a mil millones de dólares, no significarán una transformación profunda del sistema educacional -como quiere hacerse creer- y tampoco es una respuesta a las demandas de los estudiantes. Tal como declaró la Confech, la reforma consolida la educación privada con apoyo y subsidio del Estado.

La reforma tributaria tampoco resuelve el peor mal que padece el país: la escandalosa distribución del ingreso. Hay economistas que han visto en el proyecto de ley aspectos aún más regresivos, en cuanto la rebaja tributaria orientada a las personas beneficia en mayor medida a las de mayores ingresos. Se trata de un cambio que finalmente, pese a aumentar en dos por ciento el gravamen a la gran empresa, terminará consolidando la inequidad. El gobierno de Piñera no está estimulado por suavizar la mala distribución de la riqueza, sino en consolidar el modelo neoliberal con las tradicionales ayudas focalizadas.

“En el fondo lo que se está escondiendo es la reducción de los impuestos de los que ganan más”, sostiene el economista Hernán Frigolett, del Grupo Nueva Economía y la Fundación Equitas. Porque, finalmente, en cifras absolutas, el descuento favorece en mayor medida a quienes ganan más. No es lo mismo descontar un diez por ciento al que tributa un cuarenta por ciento que descontar un quince por ciento al que tributa un diez.

La crítica que ha hecho la Confech, en cuanto a que esta reforma consolida el lucro, es también uno de los argumentos de Frigolett. El crédito fiscal en el proyecto, al estar dirigido a alumnos de universidades públicas y privadas, financiará carreras en universidades privadas donde no está resuelto el problema del lucro. De este modo, y ahora con aún más evidencia, recursos públicos financiarán directamente la utilidad de esas universidades. “Mientras no haya transparencia y capacidad de fiscalización, enfrentamos un problema bastante agudo en términos de ver fondos públicos financiando utilidades privadas”, señala el economista.


CAMPAÑA DEL TERROR ECONOMICO

Durante estos mismos días otro debate ha cruzado la agenda pública: el aumento del salario mínimo, que las organizaciones de trabajadores y otros sectores estiman que debiera elevarse al menos a 250 mil pesos desde los actuales 182 mil. La propuesta, levantada el 1° de mayo por la CUT, fue inmediatamente rechazada por el gobierno con el argumento, como tantas otras veces, de la pérdida de empleos. La ministra del Trabajo, Evelyn Matthei, dijo que por cada diez por ciento que se eleva el salario mínimo se pierden entre dos y tres puntos en la tasa de empleo. Si esta propuesta busca aumentar en un treinta por ciento el salario, la pérdida de empleos, según la ministra, sería de casi un diez por ciento de los actuales puestos de trabajo. Junto a este efecto habría otro, que es el derivado del mayor costo de la mano de obra para las empresas, las que terminan traspasando el alza a los precios, generando presiones inflacionarias. Esta tesis tantas veces repetida es, por cierto, compartida por el establishment empresarial y también por académicos neoliberales.

La cifra de 250 mil pesos tiene antecedentes cercanos. Es el número planteado en 2007 por el obispo de Rancagua Alejandro Goic, en medio de las manifestaciones y cortes de caminos realizados por los trabajadores del cobre, oportunidad, vale recordar, en que la entonces senadora de la UDI, Evelyn Matthei, descalificó al religioso por su desconocimiento en materia de economía. La hoy ministra, ante la demanda sindical, ha suavizado el lenguaje pero mantiene su discurso.

El cálculo es que más de 800 mil trabajadores, aproximadamente el once por ciento de la fuerza laboral, gana el salario mínimo. Un alza de los salarios no tendría necesariamente los efectos catastróficos que los oficiantes neoliberales han venido pregonando durante décadas. Otros economistas, escasamente difundidos en los medios y con nula representación en los últimos gobiernos, estiman que el argumento que rechaza subir los salarios busca mantener el actual modelo económico generador de desigualdad. Un alza en el salario mínimo no es necesariamente inflacionario ni tampoco genera desempleo.


¿PLENO EMPLEO O EFECTO ESTADISTICO?

El debate sobre el aumento del salario mínimo, cuyo nuevo monto deberá entrar en vigor el próximo 1° de julio tras la votación en el Senado (cuyos miembros, recordemos, ganan cerca de veinte millones incluidos bonos), se produce en un periodo que el gobierno ha calificado como de pleno empleo, con una tasa de desocupación entre enero y marzo del 6,6 por ciento, o 538 mil personas cesantes. Se trata de estadísticas cuestionables, porque no discriminan el empleo parcial ni otras formas de subempleo. Cálculos de la Fundación SOL establecen en 615 mil los subempleados, por lo que las personas con serios problemas laborales ascienden a un millón 150 mil. Teniendo en cuenta esta realidad, resulta a lo menos exagerado hablar de pleno empleo.

Datos de la encuesta Casen de 2009 precisan un poco más la situación laboral en Chile. De partida, los sectores con mayores índices de cesantía son los más pobres. El diez por ciento de más bajos ingresos tiene, según la encuesta, una desocupación cercana al cuarenta por ciento, en tanto en los deciles II y III está sin empleo entre un veinte y un quince por ciento. Comparativamente, en los sectores de mayores ingresos (X y IX decil) la desocupación es de alrededor un cinco por ciento. El subempleo está también acotado a los sectores más pobres. Aquel grupo de más de 600 mil personas que menciona la Fundación SOL pertenece a las clases más pobres. Según la Casen de 2009, en el primer decil un 43 por ciento de los no asalariados no tiene contrato, tasa que baja a un 30 y un 27 por ciento en los deciles segundo y tercero.

Esta encuesta laboral también expresa las enormes desigualdades en los ingresos entre los más ricos y los más pobres. Sólo considerando los ingresos laborales, el diez por ciento más rico gana 14,3 veces más que el más pobre.


UN PAIS Y UNA GRIETA

El salario promedio en Chile, según este sondeo de 2009, es de poco más de 733 mil pesos, media que está distorsionada por la gran desigualdad. Si el diez por ciento más pobre tenía un ingreso por hogar de apenas 64 mil pesos, el diez por ciento más rico recibió casi tres millones de pesos. Otra fuerte distorsión que deriva de ese promedio de 733 mil pesos: el 75 por ciento de la población estaba bajo ese promedio.
Al llevar estos números a porcentajes, vemos que el grupo más pobre sólo recibe el 0,9 por ciento del total de la riqueza, en tanto el más rico se apropia del 42 por ciento. Si este dato es ya de por sí aberrante, aún peor es observar que la distribución empeoró durante los últimos cinco años de la década pasada. El primer decil redujo su ingreso, en tanto el décimo lo aumentó. El último sondeo Casen se realizó hacia finales de 2011 y comienzos de 2012, por lo que próximamente veremos si esta tendencia se ha mantenido.

Pero los ingresos de los más ricos no sólo se nutren de sueldos, sino de otro tipo de rentas. Al considerar el total de ingresos, vemos que la brecha llega a niveles impresionantes. Mientras los más pobres se mantienen con el 0,9 por ciento del total de la torta, los más ricos se alimentan con casi la mitad: un 47,5 por ciento.
Aun cuando el modelo neoliberal aplica algunos subsidios que intentan suavizar estas diferencias, éstos son ínfimos. Las estadísticas que consideran los ingresos y los subsidios del grupo más pobre, sólo reflejan que su participación en el total de la riqueza asciende del 0,9 al 1,5 por ciento.

Un estudio previo de Mideplan entrega más información sobre la distribución del salario mínimo. Entre los trabajadores dependientes, el 13,7 por ciento gana menos que el mínimo, y un 2,2 por ciento recibe el mínimo, en tanto entre los trabajadores independientes, la condición empeora: un 18,5 por ciento está debajo del salario mínimo y sólo un 0,8 por ciento en el mínimo. Un 15 por ciento del total de los trabajadores padece esta situación.

Por cierto que el mal está relacionado con carencias de toda índole. Sin considerar la evidente asociación de los bajos ingresos con la pobreza, en los sectores de menores ingresos hay cuatro veces más trabajadores sin contrato que en los sectores de más altos ingresos, lo que proyecta una futura mayor pobreza sólo amparada por las exiguas pensiones asistenciales. La encuesta, pese a detectar un aumento promedio de los ingresos -lo que se explica también por la fuerte desigualdad en la distribución- señala que en los sectores de menores ingresos son las mujeres y los jóvenes quienes sufren las peores condiciones. Esto afecta especialmente a las mujeres, que en promedio ganan hasta un treinta por ciento menos que los hombres.

Volviendo a la encuesta Casen de Mideplan, es posible establecer una relación entre la proporción de trabajadores que reciben el ingreso mínimo, o un salario menor a él, y la cantidad de personas que vive en la pobreza. En el primer caso se trata del quince por ciento de los trabajadores, en el segundo, del 13,7 por ciento de la población. Bien sabemos que en los hechos la cantidad de pobres supera con creces a ese guarismo, lo mismo que la cantidad de trabajadores con sueldos insuficientes para solventar una mínima calidad de vida.

Según cifras de febrero pasado de la Asociación Chilena de Seguridad (ACHS), el sueldo promedio imponible que las empresas suscritas a la institución pagaron a sus trabajadores es de 543 mil pesos, una cifra que sin embargo ha de corregirse por diversos factores. Las empresas afiliadas a la ACHS son 38.800, con un total de dos millones 202 mil trabajadores, cifra que corresponde a sólo el 25 por ciento de la fuerza laboral, estimada en cerca de ocho millones de personas. Si consideramos que las empresas suscritas a esta institución respetan la ley laboral y las normas de previsión y salud de sus empleados, podemos afirmar que se trata del grupo más afortunado -en términos de remuneraciones y seguridad social- de los trabajadores chilenos.

Pero hay también otro factor no menos relevante. Estos datos no muestran la estructura salarial al interior de las empresas. Y si estimamos que la pobreza y la desigualdad social y económica está fuertemente marcada por los ingresos, es altamente probable que el grupo más alto de ejecutivos distorsione hacia arriba este sueldo promedio de 543 mil pesos.

Ante estas cifras, resulta una aberración que la reforma tributaria propuesta por Piñera favorezca más al sector que se apropia de más del 40 por ciento de la riqueza nacional. Tras esa reforma es probable que en el futuro la desigualdad en Chile tienda a exhibir peores cifras.


Paul Walder para Punto Final (edición Nº 757, 11 de mayo, 2012)

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